19 de diciembre de 2011

10. Informa a los pacientes sobre las posibles reacciones adversas que pueden provocar sus medicamentos para que sean capaces de reconocerlas lo más pronto posible en caso de aparezcan

Sobre la importancia de informar versus escuchar a los pacientes sobre las potenciales reacciones adversas de los medicamentos

Si en algo ha avanzado la Medicina en los últimos años ha sido en el campo de la tecnología, aplicada tanto en el ámbito del diagnóstico como en el de la terapéutica, con el desarrollo de nuevos fármacos con mecanismos de acción inimaginables hace veinte años.

Para los que −como yo− hemos acabado la carrera hace ya 25 años, descubrir por ejemplo la existencia de una “bomba de protones” en el estómago nos pareció −y a mí me sigue pareciendo− más ciencia ficción que fisiología. La puesta en el mercado de los inhibidores de esta bomba −que dicho sea de paso sigo sin comprender bien− junto con el inicio del tratamiento antibiótico curativo para las úlceras, nos hizo descubrir el mundo del reflujo gastroesofágico. Éste es ahora el origen de muchos males, incluyendo algunos casos de asma o de faringitis crónica.

Así se mueve este complejo mundo de las “maladies” −como dirían los franceses− y este es nuestro entorno de actuación. Tras un avance tecnológico surgen nuevas enfermedades y nuevos fármacos con mecanismos de acción cada vez más complejos y reacciones adversas menos predecibles. Los pacientes, en este caso los consumidores, son la diana de todo este proceso en el que nosotros somos intermediarios, prescriptores y, por tanto, también responsables directos. Ambos sufrimos una potente y bien diseñada campaña mediática, pero eso no debe ser excusa para que, como médicos, perdamos el papel presupuesto por los pacientes de referentes neutrales e informadores fieles. No podemos ponernos en su lugar −como muchas veces nos piden− pero disponemos de formación, información y fuentes más o menos fidedignas para conseguirla, para así aconsejar, recomendar y advertir. No obstante, el devenir de los tiempos nos ha supuesto a los médicos un gran dilema. La información es infinita y nos cuesta tomar decisiones con un alto grado de incertidumbre; por ello intentamos buscar la seguridad −en ocasiones con actitud acrítica, allá donde la encontremos− bien en la literatura suministrada por la industria (lo más frecuente), en revistas de referencia, opiniones de expertos o guías de sociedades científicas. Sin embargo, es en el campo de las reacciones adversas en el que es mayor nuestro desconocimiento y en el que la escasa información de la que disponemos tiene probablemente un mayor sesgo.

Como ya nos adelantó Ivan Illich, llegará el día en que toda la población estará tomando fármacos curativos o preventivos y nuestro trabajo estará dedicado en su mayoría a tratar los efectos adversos de los mismos.

Estando como responsable de la planta ingresó un hombre de 65 años por fracturas vertebrales múltiples. Cinco años antes había presentado una fibrilación auricular y el cardiólogo, tras el estudio correspondiente, le pautó amiodarona y le dio el alta sin recomendación alguna. Un año más tarde presentó una fractura vertebral espontánea, por lo que fue remitido a reumatología indicando vertebroplastia. En los tres años siguientes y de forma sucesiva, fue presentando nuevas fracturas que se iban cementando lo cual le provocaba un gran dolor e incapacidad, motivo por el que ingresó. El diagnóstico final de este paciente fue de osteoporosis severa con fracturas vertebrales secundarias a hipertiroidismo inducido por amiodarona. Probablemente, ni el cardiólogo, ni el reumatólogo, ni el médico de atención primaria conocían este efecto adverso (aunque aparece en la ficha técnica), que actualmente se ha convertido en el mayor problema de nuestro paciente.

¿Es posible que un médico pueda conocer todos los efectos adversos de los fármacos que prescribe? En teoría así debería ser, pero ¿qué pasa en la práctica?

Hace años un compañero me comentó que una paciente insistía en que desde que había iniciado el tratamiento con un bifosfonato notaba olores extraños, lo cual le era muy molesto y le generaba gran inquietud. Mi contestación inmediata entonces fue “estará de los nervios”. Tiempo después algunos de mis pacientes empezaron a contarme síntomas similares relacionados con estos fármacos y empezaron a publicarse casos.

Los médicos con los años vamos aprendiendo, no sólo de nuestros aciertos, sino quizá más de nuestros errores. Por ello deberíamos evitar las actitudes vanas y, ante situaciones para las que no tenemos una explicación científica, no culpabilizar o infraestimar a los pacientes.

Hace poco tiempo me pidieron opinión sobre un caso de un familiar que habían tratado en otro hospital. Se trataba de una señora de 73 años a la que se le había diagnosticado un hipertiroidismo, indicando el endocrino tratamiento con tiamizol. A los pocos días de iniciar el tratamiento presentó fiebre alta, aftas y diarrea, por lo que suspendió el fármaco. Tras la resolución del cuadro inició otra vez el antitiroideo comenzando de nuevo con los mismos síntomas, por lo que lo volvió a suspender. Así hasta en tres ocasiones, acabando ingresada en un hospital. Se le realizaron múltiples pruebas evidenciando unos p-ANCA positivos a título alto, siendo el diagnóstico final de poliangeitis microscópica sin afectación glomerular ni alveolar y sin confirmación histológica, pautándole corticoides a dosis altas. Inició entonces un cuadro compatible con miopatía esteroidea, que fue lo que motivó la consulta. Le expliqué a la paciente que todo lo que le había pasado podía estar relacionado con el tiamizol (la paciente ya lo sospechaba y está descrito como evento raro) y que debería plantearse otro tratamiento para el hipertiroidismo. Acudió entonces al endocrino, quien ante la negativa de la paciente a seguir su indicación de tomarse de nuevo el Tirodril®, le prescribió el mismo medicamento con otro nombre comercial.

Los médicos tendemos a asumir que los fármacos que prescribimos siempre van a provocar más beneficio que daño. Por ello solemos banalizar, o simplemente no creer a los pacientes cuando nos cuentan síntomas que se relacionan con la ingesta de los mismos, sobre todo cuando por nuestra simplificación de sus mecanismos de acción no nos son intuitivos.

Deberíamos hacer el esfuerzo de conocer los efectos adversos descritos de al menos aquellos fármacos que más utilizamos y alertar a los pacientes de su posible aparición. Tenemos que desterrar de nuestras mentes la idea tan extendida de que si les damos esa información se volverán “paranoicos” y empezarán a notar dichos síntomas. Es necesaria la alianza con el paciente para identificar probables efectos adversos no descritos y, ante la ignorancia o el mero desconocimiento, evitar actitudes defensivas, asumiendo que la administración de un fármaco siempre es un experimento.

Mónica Vázquez Díaz para iniciativa por una prescripción prudente.
Servicio de Reumatología, Hospital Universitario Ramón y Cajal.

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